Ya no es solamente
la bravuconería de aquellos que tras de un seudónimo o de un nombre de difícil comprobación, se dedican a
insultar impunemente, cuando no a amenazar directamente con un odio engendrado en
las entrañas del rencor. Es el recurso del cobarde que se ampara en el
anonimato para sacar los instintos más viles. Son los voceros del miedo y el
rencor y transmiten su podredumbre moral hasta convertir en hechos sus
palabras.
Son los hijos
de la ira. Son energúmenos amparados en la sordidez de sus propias ideas que proliferan en cuadrillas y saltan como resortes ante
cualquier opinión contraria a la de ellos. Ahora están pasando de las palabras
a los hechos. Todo aquel que cuestione el
credo trinitario que aglutina a la secta (la superioridad moral, el monopolio
de la ofensa y la exclusiva del ingenio) es susceptible de acabar en la
hoguera.
A Jean-François Revel le daba en la nariz que el supuesto cadáver aún
daría guerra. «El Muro —dijo entonces con el amargo escepticismo de los que
están de vuelta— cayó en Berlín, pero no en los cerebros». En efecto, el germen de imponer la razón por
la fuerza sigue presente en un sector de la izquierda intransigente que se está
instalando en la política española. Sacan a relucir los ideales y le dan
esquinazo a las ideas. Confeccionan prestigios a medida y miden las costillas
de los desafectos. Son los ínfimos inquisidores progresistas.
Representan una alegoría de la frustración de esa izquierda incapaz de
construir una mayoría alternativa desde los proyectos y las ideas, y que ante
sus reveses se consuela con la fanática aclamación de la violencia.
El recurso a la bofetada, a la embestida, al garrotazo, constituye un
rasgo execrable de esa pasión viciada que los latinos tendemos a justificar
como una variante temperamental del debate político. El objetivo es tachar de fascista
al que discrepe y reducir al silencio a los herejes que no comparten sus ideas.Es un mal profundo el que existe en las colectividades que zanjan sus
disputas políticas con bocas partidas y/o patadas en los riñones. Una
enfermedad inoculada por el virus de la intransigencia, que a menudo traslada
la culpabilidad sobre las víctimas y tiende a exonerar a los verdugos con vagas
coartadas de hartazgo.
Cuando alguien, por su cuenta o por encargo, cree que su palabra más
clara está en sus puños o en sus pies, todo lo que el hombre ha evolucionado
regresa al origen del lenguaje de las piedras.
A Inma Sequí,
vapuleada salvajemente por defender sus ideas
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