Hay muchas formas de
perversión de la política y una de ellas es la manipulación con tal de
conseguir los fines que se persiguen. Todos recordamos, por relativamente
recientes, el hecho acaecido a raíz de los atentados del 11 de marzo, en donde la
sociedad española sufrió un proceso de manipulación brutal a fin de que
aceptara una tesis estúpida, pero, a la vez, elemental y efectiva: los
atentados los habían cometido terroristas islámicos en respuesta al apoyo que
Aznar había prestado a la intervención en Irak, por lo tanto, no había que
enfrentarse a los terroristas sino castigar al PP. Era un razonamiento cobarde
y miserable, pero que funcionó muy bien
para los intereses que se perseguían.
Siempre existirá una izquierda encanallada dispuesta
a todo con tal de ganar unas elecciones y unos ciudadanos dispuestos a creérselo
todo, hasta conseguir que un gobernante tan nefasto como ZP llegara a La Moncloa y cambiara a peor la Historia de España, gracias
a la manipulación informativa y al apoyo de algunos medios periodísticos y
radiofónicos.
Hoy, dos personajes de la política española
se disputan el dudoso honor de ser los autores del infame “Pásalo”, aquel
episodio miserable de manipulación del dolor colectivo que catapultó al Partido
Socialista al poder sobre una ola de conmoción ciudadana. Es la lucha entre dos
personas por una autoría de la que, en un país auténticamente democrático, se
les debería apartar de la política rechazando su comportamiento y su cinismo.
De un personaje como Pablo Iglesias, que
mantiene planteamientos políticos y sociales de los pasajes más oscuros del
comunismo retrógrado, nada nos tiene que asombrar, son medallas que intenta
ponerse ante sus rencorosos y ciegos seguidores; pero de Pedro Sánchez se
debería esperar algo más sólido que el recordarnos autorías de hechos que hacen
abochornarse a los auténticos demócratas. Si estos son los mimbres con los que
el Partido Socialista quiere confeccionar un futuro que nos haga olvidar el
desastroso bagaje de la época Zapatero, estamos de mala hora, pues da la medida
de su talla política y un indicio de su estremecedor talante.