Empezaron a tener poder desde el
pistoletazo de salida a principios de 1977. Uno porque ya estaba organizado desde
la clandestinidad, y el otro porque tenía la tradición de sus siglas desde
tiempos de la II República. La realidad es que fueron los mimados de los
sucesivos gobiernos de la democracia. Todo para ellos dos. Aquellos
trabajadores que no querían integrarse en sus siglas, estaban considerados como
proscritos y cualquier intento de organizarse era aplastado bajo el yugo de la
pobreza y la indiferencia estatal. Ni un local, ni una subvención, nada que
supusiese el nacimiento de otra fuerza sindical que pudiera hacer sombra a los
elegidos.
De esta forma se
hicieron grandes, pero sus aparatos se hacían grandes también y se necesitaba
más dinero para mantenerlos; para ello se amenazó con la primera huelga general
en 1988. El invento consistió en comprar la paz social con fondos públicos,
actualizando el sindicalismo vertical franquista en una mesa a tres bandas: Gobierno,
patronal y centrales. El poder ponía el dinero y los llamados agentes sociales
se avenían a estarse razonablemente quietos a cambio de generosas derramas de
subvenciones para cursos de formación y otras excusas, que en realidad servían
para dotar de estabilidad financiera a sus complejos entramados aparatos
clientelares.
Así ha continuado desde entonces y tanto UGT como CC.OO. se han
convertido en el centro de atención de cualquier Ministerio de Trabajo. Todo ello a cambio de
sustanciosos fondos para reforzar su financiación corporativa y de la presencia
en cuantas plataformas de diálogo sea menester para ofrecer la sensación de
estar haciendo algo útil. Muchas medidas sociales que se hayan de tomar pasarán
por el papel privilegiado de los agentes sociales en su desarrollo, con la
garantía de convertirse en los primeros intermediarios de cualquier posible
beneficio.
En estas últimas
fechas, la prensa se hace eco de innumerables desvíos de dinero procedente de
subvenciones para fines diferentes para los que fueron asignados. Empezó
siendo, para sus dirigentes un caso aislado, y están encausados decenas de
personas relacionadas con estos sindicatos y empresas colaboradoras.
Estas
organizaciones jamás se han preocupado por la economía del trabajador, sino por
llevar a cabo una política de gestos de reivindicación permanente que les
autojustifique. Se trata de unas organizaciones que, cómodamente instaladas en
la poltrona del cortoplacismo demagógico y la reivindicación de clase, son
capaces de negarse a aumentar la carga de trabajo, poniendo en peligro la
viabilidad de proyectos empresariales y con ellos el empleo de miles de
trabajadores. Resulta aterrador ver cómo los sindicatos ayudan a empobrecer un
país sin que nadie les llame la atención por esta irresponsabilidad, sino que además
se les ayuda a mantener sus elefánticas estructuras, y la red de empresas propias con que han ido
creando con el único fin de acumular más riqueza.
Es necesario
replantear el
sentido, representatividad y práctica de los llamados sindicatos de clase
trabajadora. Sindicatos prisioneros de su discurso anticuado y limitado por
afectos y lealtades; insertados en una realidad distorsionada en donde compiten
los más diversos y plurales intereses, y que con su corporativismo y
gremialismo, no es lo más adecuado para nuestro tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario