LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA
El pueblo casi siempre ha sido
juez y parte. Dicta sentencia obviando el presunto y confirmando la
culpabilidad con esa ley tan peculiar que nos gastamos los españoles y que se
define en la interpretación partidista que hacen los políticos, la intervención
de unos indocumentados en un programa de “marujeo” o en la sesuda interpretación
de algún periódico manejado por intereses políticos vergonzantes.
Es la permanente toma de una Bastilla
imaginaria en la que algunos ponen mucho celo y que por sus aparentes gestos
desearían implantar una imaginaria guillotina… solamente para “sus” enemigos.
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Permanentemente conocemos casos
de personas imputadas por casos de corrupción, blanqueo de capitales o fraude
fiscal, pero queda en el ambiente de aquellos que no participan en linchamiento
mediático ni personal del presunto delincuente, de que algunos de los imputados
-que no culpables- son previamente condenados antes de que la justicia dicte
sentencia.
Lo más grave de esta situación,
que no resulta tranquilizadora en un estado de derecho, es que algunos jueces
colaboran con el estado de confusión que se crea en algunas detenciones, como
si hubiera una separación por categorías, no tanto humanas como partidistas. En
la mente de todos están casos recientes de personajes de la sociedad, bien sea
relacionadas con la monarquía o el poder político catalán, tratados con una
exquisitez policial, judicial y mediática que contrasta con otros casos
similares en donde la presunción de inocencia queda enterrada entre los
alaridos de los siempre dispuestos a enarbolar su enfado y sus pancartas a la
puerta de su casa o del juzgado que corresponda.
Distintos raseros para según qué
personajes, aunque ya resulta repetitivo el que sean casi siempre los de un
mismo color político los que cumplan la pena sin haber habido antes sentencia.
Las propias fuerzas de seguridad
se comportan de forma diferente según el acusado, posiblemente por mandato
judicial, creando más estupor entre aquellos que consideramos que la justicia
debe ser igual para todos. Nadie es delincuente hasta que no es juzgado y
sentenciado, por tanto, debe ser tratado con la consideración que cualquier
persona merece, salvo confesión propia.
Ya sabemos que la opinión pública
adelanta las sentencias a su criterio y arbitrio, personificadas en muchos
casos con su presencia física y sus manifestaciones habladas, escritas o
acompañadas de sonidos; sin que falten los testimonios gráficos de fotógrafos
de agencias y televisiones. Es decir, una condena en toda regla, pase lo que
pase después en el juicio correspondiente. La fuerza sentenciadora del “pueblo”
con el culpable, orillando esa cuestión de carácter tan endeble, para ellos, como es
la presunción de inocencia.
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